De mi ábaco a la manzana de mi hijo

Cada vez que escribo sobre cualquier tema para este periódico tengo que pasar por un filtro que es mi hijo. A él siempre le ha atraído el lenguaje, la informática y las hamburguesas. Jesús David, mi hijo, tiene toda la libertad de corregir mis publicaciones sin límites de mi parte. Y aunque le ha parecido interesante todo lo que he escrito hasta ahora siempre me recuerda que sus temas favoritos no son precisamente los que me gustan a mí. Existe una materia en particular, que a él le apasiona y que, aunque no me lo ha dicho frontalmente, sé que le gustaría leer, alguna vez en este espacio (supongo), que es la informática.

Realmente, no he querido meterme en el tema tecnológico porque me parece una cuestión muy amplia y científica (aunque me esté apoyando en una computadora Apple para escribir estas líneas).

Evidentemente, la brecha generacional que existe entre mi hijo y yo marca nuestras preferencias temáticas. Muchos se identificarán conmigo si digo que yo aprendí a sumar y restar en un ábaco (la primera computadora y calculadora que conocí) y los trabajos de investigación de la escuela los sacaba de La Enciclopedia Británica que habían comprado mis padres a cuotas para que mis hermanos y yo no tuviéramos la necesidad de ir a la biblioteca pública (a buscar lo que no se nos había perdido, según mi madre). Eso sí, debía dejar los libros como si nadie los hubiese usado, sin marcas ni dobleces para que mis hijos y nietos pudieran aprovecharlos también.

¡Cuántos de nosotros tuvimos que usar el stencil y el multigrafo para copiar los ensayos que debíamos reproducir para nuestros compañeros de clase! ¿Y quién no fue castigado por enredar las cintas de los casetes de música que habían grabado nuestros tíos directamente de las emisoras de radio, con las canciones del momento? Aún recuerdo con el mismo temor de antaño, los nervios que me causaba limpiar la aguja del tocadiscos de mi padre, para no dañarla. Y qué decir de los discos de vinil que debían guardarse en sus fundas de cartón sin que se rayaran! Y quién no recuerda los candados que colocaban en el teléfono de nuestras casas para que no hiciéramos llamadas sin el consentimiento previo de nuestros padres (y fue así que aprendimos a hacer llamadas con el teléfono bloqueado).

Arreglar la señal del televisor moviendo la antena que estaba en el techo de la casa era toda una aventura para mí, aunque el sol del mediodía me regañara. Y si no mejoraba la calidad del servicio televisivo con el redireccionamiento de la antena, ni el golpe certero que le propinábamos al cajón de madera que protegía la pantalla del novedoso electrodoméstico, mi padre me pedía que sujetara esas varas largas de metal frío que salían de esa fabulosa caja de entretenimiento familiar hasta que llegara la ansiada imagen (mientras tanto yo debía quedarme totalmente rígida cual antena). Por cierto, en mi casa, mi madre dosificaba el tiempo que podíamos ver televisión (sólo teníamos acceso a ella después de haber hecho las tareas domésticas y escolares, y por un tiempo que nunca excedía de una hora). Muchas veces mirar televisión era la recompensa por habernos portado bien, caso contrario teníamos que conformarnos con los juegos de mesa, muchos de ellos hechos por nosotros mismos. Las novelas estaban prohibidas porque eran una mala influencia para los jóvenes.

Cómo olvidar esos viajes en el carro con todos los asientos ocupados y el mapa de papel comprado en la estación de servicio, extendido a todo lo ancho sobre nosotros, buscando una dirección. Mi imaginación volaba a lugares desconocidos que veía sobre esos dibujos que asomaban montañas y ríos llenos de aventuras. Yo quería recorrer todo el país en mi mente de niña.

La máquina de escribir era una pieza del hogar que debía ser cuidado como la última joya de la corona. Aún conservo con muchísimo agrado los sonidos que emitían sus teclas cuando mis hermanos o yo la usábamos. Hubo momentos en los que todos en la familia llegamos a necesitarla al mismo tiempo (sólo había una), así que aprendimos a establecer prioridades y por supuesto, siempre ganaban los informes semanales que debía entregar mi padre a su jefe.

Cuando empezaron a popularizarse las computadoras domésticas, mi hermano consiguió una usada que le regaló una vecina. Esta nueva adquisición se convirtió en todo un acontecimiento familiar. Se usaban los CD-ROMS (del inglés Compact Disc-Read Only Memory) como dispositivos de almacenamiento, de plástico plano que vinieron a sustituir los casetes y disquetes usados para almacenar datos hasta los 80.

Ciertamente, para la generación de Jesús David, la tecnología, como él la conoce, es parte de su propia existencia, es su compañera perfecta, su mejor maestra, su más fiero y leal contrincante en sus juegos virtuales, su sabia biblioteca, su asistente personal más idóneo, discreto, inteligente y puntual (y todo esto al alcance de su mano, literalmente). Qué sería de su vida sin Alexa, Google Assistant, Cortana o Siri, sin un GPS, por decir lo menos.

Las generaciones anteriores a la de mi hijo tenemos la fortuna de haber vivido una revolución tecnológica sin precedentes en la historia de la humanidad. Los jóvenes están viendo el resultado de un proceso que tardó unas cuantas décadas en dar los frutos que hoy tienen a su total disposición, sin límites. Resultado éste que nació de nuestras carencias y vivencias.

Me llena de alegría y esperanza ver a mi hijo veinteañero y a mi madre (con sus años a cuestas, para no entrar en detalles) usando las mismas redes sociales, los mismos dispositivos tecnológicos, hablando de la última noticia que vieron ambos en la misma plataforma digital. Seguramente la informática no tiene que ver con todo lo que he relatado acá, pero les confieso que reviví gratamente momentos felices de mi niñez y adolescencia. De hecho, la ciencia estaba haciendo su trabajo mientras yo, inocentemente, me encontraba haciendo las veces de una antena para mejorar la señal del televisor. Quizás yo fui parte de la evolución de los dispositivos electrónicos, ¿quién sabe?